27/9/07

El liberalismo en la construcción de poder



Lo que sigue es el texto de la intervención de Jorge Raventos en el marco del Seminario Los Desencuentros de la Libertad en América Latina, organizado por la Fundación Friedrich Naumann y la Universidad de Belgrano. Del panel participaron asimismo el escritor Marcos Aguinis, el sociólogo Marcelo Leiras, de la Universidad de San Andrés y Eduardo Marty, Director Ejecutivo de la Fundación Junior Achievement


Uno de los problemas del liberalismo para desplegarse como fuerza política eficaz en nuestros países ha sido, probablemente, que el centro de su concepción se basó en lo que Isaiah Berlin llamó "libertad negativa", es decir, el proyecto de limitar la autoridad antes que desarrollarla y ejercerla. O, como resume esa postura Mario Vargas Llosa, el ver "siempre en el poder y la autoridad el peligro mayor".
Para esa visión liberal –sostiene Vargas Llosa- "mientras menor sea la autoridad que se ejerza sobre mi conducta, mientras ésta pueda ser determinada de manera más autónoma (…)sin interferencias ajenas, más libre soy".
Una mirada de esta naturaleza está, por definición, condenada al fracaso político, ya que no sólo sospecha de los poderes existentes, sino que desconfía del poder per se y renuncia a construir poder, que es el sentido de la política. Esta renuncia es un dato relevante y volveremos sobre éso.
Pero antes de avanzar en ese camino, vale la pena subrayar otro aspecto limitativo de esa visión: es la concepción, digamos, "robinsoniana" (por Robinson Crusoe, claro), que vincula la libertad con –como nos decía Vargas Llosa- "la no interferencia" ajena, con el aislamiento. Esa postura, resumida en el conocido lugar común que sostiene que "la libertad de cada uno termina donde empieza la libertad ajena", contempla como contradictorias la libertad y la vida en sociedad; concibe la soledad como el mayor volumen de libertad alcanzable (nada de interferencias).
Rastros de esa manera de ver pueden encontrarse, paradójicamente, en posturas a primera vista alejadas del pensamiento liberal, pero convergentes con ese liberalismo en ese punto: se es más libre autoexcluyéndose de instituciones como el Fondo Monetario Internacional; se es más libre rechazando los flujos comerciales, financieros, culturales que tejen el fenómeno que llamamos globalización. Posturas que a menudo son designadas como "progresistas" son descendientes de esa visión de la "libertad negativa", de ese liberalismo robinsoniano que informó en buena medida cierto pensamiento y cierta política liberal en el continente.
Otro rasgo que ha sido un obstáculo para la buena asimilación política del liberalismo entre nosotros –rasgo que muchas veces aparece en conexión con los anteriormente mencionados- ha sido la dificultad para encontrar nexos entre la idea de libertad y la historia y vivencias concretas de los pueblos americanos. Más aún: la concepción elitista de que ideas forjadas en otras realidades y para afrontar desafíos específicos y diferentes, debían ser aplicadas inclusive "a palos" y, cuando se demostraba impracticable inclusive ese método, cuando "las camisas de fuerza ideológicas eran destrozadas por sacudimientos populares", la no asimilación de esas ideas terminaba juzgándose como prueba de un supuesto "atraso" de la sociedad (mejor dicho: del pueblo, de los sectores mayoritarios). Se trataba, en rigor, y para decirlo con palabras de Octavio Paz, de "una expresión más de la rebeldía de la realidad histórica frente a los esquemas y geometrías que le impone la filosofía política (…)Los desórdenes y las explosiones han sido la venganza de las realidades latinoamericanas".
Hay un hilo sutil que vincula todos esos aspectos del liberalismo basado en la "libertad negativa" que he mencionado: sospecha de la autoridad y búsqueda de neutralizarla o disminuirla; desconfianza de todo poder; renuncia a la construcción de poder; aislacionismo, elitismo, ideologismo. Ese hilo asegura insoslayablemente la esterilidad política.
Cuando decimos Política, aludimos a una propuesta destinada a actuar constructivamente en la sociedad, creando poder social. Y la sociedad no es un archipiélago de átomos que de la nada se relacionan a través de un contrato, sino el producto de una historia: un magma original que se va desplegando y complejizando, pero en el que subsisten siempre elementos de la ligazón original. Las libertades se van desplegando en esa historia.
Esa es la concepción de un liberalismo distinto, expresado emblemáticamente en nuestro país por Juan Bautista Alberdi (pero no sólo por él). Es Alberdi quien, en su Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho cuestiona las "teorías exóticas" con su "no sé qué de impotente, de ineficaz, de inconducente" con sus "medios importados y desnudos de toda originalidad nacional" que "no podían tener aplicación en una sociedad cuyas condiciones normales de existencia diferían totalmente de aquellas a que debían su origen exótico".
Alberdi llama a reconocer la realidad, la realidad nacional, la legitimidad de un poder nacional: "El poder es inseperable de la sociedad (…la plenitud de un poder popular es un síntoma irrecusable de su legitimidad…refleja el carácter del pueblo que lo crea …"
Frente a la idea y la práctica del aislamiento, Alberdi –como lo harán también José Hernández, Olegario Andrade y otros en la misma sintonía- refuerza el concepto del vínculo. Frente al desprecio o la sospecha del poder (que, voluntaria o involuntariamente empuja a la anarquía y a su contrafigura simétrica, el despotismo) ellos apuestan a la organización, a la Constitución. Es que comprenden la clave secreta que conecta el "ser" sujeto al "estar" sujeto, conectado, ligado al Otro, a los Otros. Una clave que en idioma inglés tiene la misma palabra –subject-para el sujeto gramatical y para el súbdito. Somos sujetos, cuando estamos sujetos. Antítesis del liberalismo robinsoniano: somos más libres cuando estamos más ligados, más conectados.
Contra lo que postulan los bulliciosos posicionamientos anti-globalistas (que, irónicamente, suelen movilizarse con hábitos globalizados), la libertad y el bienestar de las personas que viven en nuestro planeta no han decrecido con la llamada globalización, es decir, con la multiplicación de conexiones y flujos comunicativos, productivos, financieros y de intercambio de las últimas décadas.
Desde la expansión de la primera revolución industrial, a fines del siglo XVIII, Inglaterra necesitó medio siglo para duplicar su producto. Cuando Japón hizo lo mismo cien años más tarde, tardó 34 años. Y cuando Corea del Sur hizo lo propio otros cien años después, le llevó sólo 11 años.. China viene expandiendo su producto desde las reformas de mercado de Deng Xiaoping a fines de los años '70 y multiplicó por 15 su riqueza en tres décadas.
No se trata de proezas apenas cuantitativas y sin consecuencias sociales. Las estadísticas hablan por si solas. Durante los últimos 40 años, la esperanza de vida en los países en vías de desarrollo ha crecido de 46 a 64 años. En los últimos 30 años, la renta media en los países en desarrollo se ha duplicado. Durante las últimas dos décadas, la proporción de la pobreza absoluta - es decir, las personas con un ingreso inferior al dólar diario - se ha reducido del 31 al 20 por ciento. Incluso, a pesar de que la población total ha aumentado en 1.500 millones de seres. Siguen existiendo grandes problemas, pero parece obvio que el mundo globalizado, en muchos aspectos, se ha convertido en un sitio mejor.
Las nuevas tecnologías y la densidad y alcance de los flujos de comunicación amplían las libertades en términos dramáticos. También se constituyen, si se quiere, en instrumentos de deconstrucción de instituciones y vínculos preexistentes. Y en motores de una ilusión nueva, pues al mismo tiempo que reducen al absurdo la postura robinsoniana y subrayan las capacidades de la libertad asociativa, la globalización y sus instrumentos tecnológicos estimulan, en cierto sentido, otro de los vicios que habíamos enumerado: la tendencia a negar los vínculos más profundos que ligan (y en gran medida determinan) los comportamientos sociales. Generan en algunos la ilusión de que la única adhesión y pertenencia relevante ha pasado a ser La Red, que la ciudadanía consiste en estar on line, que ha dejado de tener importancia la pertenencia a naciones y pueblos y que lo verdadermente importante ha pasado a ser la pertenencia a las tribus y grupos –a menudo efímeros- que se autoconstituyen en la red.
Falsa alternativa: sin duda la intensísima conectividad social que caracteriza la globalización ha generado nuevas e importantes formas de relacionamiento y de creación, definición o vigorización de identidades. Esto en absoluto desintegra identidades tradicionales. Comenta Raúl Castells: “Es claro que las identidades no sólo se reciben de la sociedad, sino que también se construyen individualmente. Pero se construyen con los materiales de la experiencia, de la práctica compartida, de la biología, de la historia, del territorio, de todo lo que hace nuestro entorno y el entorno de nuestros ancestros. Cuanto más materialmente arraigada está una identidad, más fuerza tiene en la decisión individual de sentirse parte de esa identidad”. Y sentirse parte tiene sus virtudes: “Para la mayoría de la gente, sobre todo en un mundo globalizado en el que flujos de poder, de dinero y de comunicación hacen depender nuestras vidas de acontecimientos incontrolados y decisiones opacas, la pertenencia a un algo identitario proporciona sentido y cobijo a la vez, crea un mundo propio desde el que se puede vivir con más tranquilidad el mundo de ajenidades”. En las condiciones de la globalización nuestra libertad se amplía porque estamos infinitamente menos aislados, porque estamos infinitamente más conectados con los Otros. Pero también porque nuestra ligazón a una red de identidades tradicionales, históricas, nos permiten navegar con mayor seguridad ese océano inmenso y creciente de nuevas libertades.
La idea de la desterritorialización y del vínculo cosmopolita, cósmico o internético como predominante, puede coincidir en parte con la experiencia de vida de un sector que vive más en los flujos que en Tierra Firme, que se mueve al compás de las tecnoburocracias internacionales o en funciones de la economía mundial más altamente integrada y puede habitar hoy en Filadelfia, mañana en Delhi y pasado en Oslo. Pero, aunque creciente, se trata, ése, de un sector todavía muy minoritario: la enorme mayoría de la población mundial sigue básicamente anclada a la tierra y, por lo tanto, a las identidades que fluyen de esa pertenencia.
Una vez más: una política liberal (en rigor: cualquier propuesta política, independientemente de su signo) se divorciará de la sociedad -de las personas y los grupos que constituyen la sociedad- si ignora o desprecia y si se desvincula de ese tejido multidimensional, que incluye factores de cambio y factores de permanencia, identidades tradicionales y nuevas identidades forjadas en la atmósfera de la época, tiempo y espacio, flujos y territorio. Octavio Paz lo dice bellamente, en una reflexión de carácter cultural y muy situada, pues habla de México, aunque tiene plena aplicación a la política del continente: “Nuestras obras y nuestras ideas son hijas de las bodas del tiempo y la tierra: la movilidad extrema y la obstinada estabilidad. Todo esto compromete no la realidad de nuestra cultura sino la posibilidad de reducirla a series de conceptos”.
Creo que el ideologismo abstracto que se puede imputar a las corrientes liberales, y que determinó sus dificultades para enraizarse en la política democrática argentina con pie propio y presencia vigorosa, no ha sido (ni en el capítulo de las causas, ni en el de las consecuencias) monopolio de esas corrientes. Las grandes fuerzas políticas argentinas del siglo XX (el radicalismo y el peronismo) redujeron a las corrientes liberales y a otras (marxistas, democristianas, nacionalistas) al rol no insignificante de usinas ideológicas y escuelas de pensamiento, pero las mantuvieron devaluadas en el terreno electoral, que es, por cierto, el de la legitimidad democrática.
Como consecuencia de esa dificultad para recuperar terreno en el ámbito del poder democrático -un espacio que había ocupado enérgica y creativamente a fines del siglo XIX, con la emblemática generación del 80, y que se empezó a perder con el ascenso de Hipólito Irigoyen, en 1916- sectores del liberalismo argentino buscaron la diagonal de la conspiración y el golpe de estado.
Ese pecado, que muchas veces le fue imputado, entraña, en rigor, una contradicción con los principios políticos que el liberalismo invoca. Más que un crimen, ha sido un error. En cualquier caso, todos las fuerzas políticas ensayaron en uno u otro momento el camino de la conspiración militar. Los liberales que lo hicieron quisieron encontrar por esa vía un remedio veloz a la impotencia política y se justificaron a sí mismos alegando que al menos trabajaban por la libertad económica.
Nadie podrá discutir el mérito de pensadores y aun políticos liberales en la difusión de los conceptos de la economía libre. Nadie podrá negar, tampoco, que al hacerlo desde gobiernos minados en su legitimidad democrática, propensos a los métodos tiránicos o brutales y, en definitiva, ineficaces para establecer las bases de un sistema político consistente y perfeccionable, la difusión que se tejía de día se destejía en desprestigio a la hora de las penumbras.
Puede afirmarse que recién en la década del 90 corrientes liberales orgánicas alcanzaron una dimensión política suficiente para integrarse a un gobierno democrático y legítimo y pudieron en él ocupar puestos de responsabilidad y desplegar en condiciones distintas la propagación de sus principios. Se trato de una experiencia que duró más de una década pero que no pudo garantizarse continuidad. Desde el comienzo del nuevo milenio, esa experiencia y, en general el sistema político en su conjunto, se encuentran en una crisis de la que no logran emerger.
De esa crisis no podrá salirse con una concepción como la que al principio de esta intervención definimos, con Berlin, como la de la “libertad negativa”. Esa crisis es ya la manifestación más clara de la centrifugación del poder y, en verdad, la tarea heroica que la Argentina tiene por delante es la reconstrucción del poder para eludir un proceso de disolución y anarquía.
Escribió Samuel Huntington hace ya algunas décadas: “La oposición al poder, la sospecha del gobierno como la más dañina corporización del poder son los temas centrales del pensamiento político americano". Agrega Robert D. Kaplan en un trabajo sobre el mismo Huntington: "Otro problema del pensamiento americano reside en que nuestra historia nos enseñó cómo limitar el gobierno, no cómo construirlo desde cero. Nuestra seguridad, producto de la geografía, fue ganada sin gran esfuerzo, como lo fueron nuestras instituciones y prácticas gubernamentales heredadas de la Inglaterra del siglo XVII. La Constitución regula cómo controlar la autoridad. El problema de los latinoamericanos, los asiáticos, los africanos y los países que fueron comunistas reside en cómo establecer la autoridad”.
Aunque escritos y pensados hace algún tiempo, esos conceptos tienen –en el caso de Argentina- una incuestionable actualidad. Lo que la Argentina necesita es una concepción que asocie y religue libertad y construcción de poder; tradición y modernidad; economía libre y equidad social, entendida como igualdad de oportunidades; modernidad y tradición; globalización e identidad nacional; cambio e instituciones estables. Un liberalismo que abreve en Alberdi, en José Hernández, en Sarobe (para no dar ejemplos más próximos y eventualmente polémicos) tiene indudablemente un espacio en la Argentina de la era de la globalización.

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