La oportunidad del Congreso
Sacudido por el vendaval del paro agrario, la rebelión de la Argentina interior, las movilizaciones populares y los cacerolazos, el gobierno de Néstor y Cristina Kirchner respondió con discursos, actos, spots televisivos, agravios y con un ocurrente jueguito para la tribuna que en primera instancia logró desconcertar a propios y extraños.
La promesa de enviar las retenciones móviles al Congreso para que sean debatidas en las Cámaras sonó, en una primera lectura, como una decisión desacostumbradamente sensata. Se trataba, en realidad, de una jugada políticamente astuta: el Poder Ejecutivo, después de tensar al máximo el conflicto con los productores agrarios, endosaba el asunto a sus propios legisladores. Así, el oficialismo legislativo y los gobernadores (que de un modo u otro lideran a los congresistas de sus distritos) se verán obligados a entrar a la cancha y a abandonar ambigüedades. El matrimonio gobernante procura cortar la retirada de sus diputados y senadores, quiere que estampen sus impresiones digitales en las medidas diseñadas por la Casa Rosada y los somete a la prueba del ácido de demostrar su fidelidad en las Cámaras. Eso sí: del otro lado, la misma prueba les será exigida por sus respectivos electorados, a los que teóricamente representan y se deben.
Pasados los primeros momentos de perplejidad general, a la maniobra del kirchnerismo se le empezó a correr el rimmel, comenzóa perder el maquillaje. Porque de debate, poco: el Ejecutivo no quería más que la ratificación legislativa de sus medidas y contaba para ello con la obediencia demostrada hasta el momento por los bloques oficialistas.
Es cierto que tenía algo de quimérico reclamar la misma conducta cuando las circunstancias se han modificado tan dramáticamente. Hoy las encuestas de opinión pública revelan que la titular oficial del Ejecutivo y el gobierno en su conjunto recaudan en la sociedad ocho juicios negativos por cada dos favorables. Lo que es lo mismo que decir que los Kirchner les ofrecen a sus seguidores el trueque de obediencia ciega por un futuro político más que vidrioso: una operación casi usuraria.
No es de extrañar, así, que la opinión de gobernadores e intendentes, de congresistas opositores pero también de muchos que el gobierno contabiliza como propios reclame ahora para las Cámaras la atribución natural de discutir libremente y hacer con el proyecto enviada por la Casa Rosada lo que crea conveniente. El gobierno, que había procurado encubrir y neutralizar su retroceso táctico, se ve forzado a moverse en territorio más pantanoso.
El vicepresidente Julio Cleto Cobos agregó otro factor, al exhibir una cuota de independencia que el matrimonio presidencial estima indeseable. El mendocino invitó a los gobernadores de provincias agrarias a discutir el tema de las retenciones en el Senado y la Casa Rosada saboteó la convocatoria, prohibiendo a los gobernadores oficialistas la concurrencia. Pocas cosas erizan más la piel del kirchnerismo que las juntas de gobernadores. Evocan para ellos los tiempos en que, por ejemplo, la presidencia de Eduardo Duhalde fue condicionada por el programa de 20 puntos impuesto por los jefes provinciales. Néstor Kirchner era uno de ellos.
Con todo, pese a las dificultades que encuentra para la materialización de su maniobra, el gobierno consigue hasta el momento defender a capa y espada su designio de sostener las retenciones. Al hacerlo, la verdad es que el gesto de enviar el tema al Congreso es fácticamente inútil para resolver el conflicto y es, además, jurídicamente esperpéntico.
En el plano fáctico es inútil porque no anula la resolución 125. Al dejar vigentes las retenciones, los productores agrarios seguirán manteniendo el producto en los silos-bolsa, no como obra de una resolución "corporativa" (han levantado el paro de comercialización) sino como fruto de múltiples decisiones empresariales particulares. Si los productores no venden, los transportistas no consiguen viajes, con lo que el problema permanece. También permanece el paráte en el amplio espectro de actividades que el campo mueve con su dinamismo.
En el plano legal, por otra parte, la decisión de la señora de Kirchner incurre en una enorme incoherencia. Enviar el proyecto al Congreso representa una autocrítica de hecho, un reconocimiento de que la resolución 125 no tenía validez legal. En rigor, si no es una autocrítica y una búsqueda de enmienda, no es nada.
Sucede, sin embargo, que el gobierno, para disimular su retroceso, no anula la resolución 125, con lo que convierte al Congreso en un mero adorno, llamado en el mejor de los casos a discutir sobre una resolución administrativa que mantiene sus efectos impositivos vigentes y sobre cuyo derecho exclusivo a ponerlos en vigencia la presidente afirma no tener duda.
El paso al Congreso no tiene sentido si no se anula la resolución, por manifiesta ilegalidad. Aun si se aceptara –como esgrimen juristas del oficialismo de la talla de Aníbal Fernández- que las retenciones/derechos de exportación (contemplados en rigor por el texto constitucional como impuestos, y por lo tanto, dominio del Congreso) son una atribución del Poder Ejecutivo, sería preciso señalar que una resolución ministerial no es expresión normativa del Poder Ejecutivo. El Poder Ejecutivo es unipersonal y su modo normativo de expresarse es el del decreto suscripto por su titular. La resolución es una norma administrativa menor, carece de jerarquía para decidir sobre incremento de gravámenes. Incluso si el argumento oficialista fuera correcto, la resolución carecería de pertinencia.
Por lo tanto, si la señora de Kirchner proclama como coartada de su maniobra "más institucionalidad y más democracia" habría que reclamarle coherencia: que cese de invocar la vigencia de las retenciones móviles.
Un último punto: aún si el Congreso aprobara como ley un proyecto idéntico a (o ratificatorio de) la resolución 125, el campo no tendría por qué bajar su reclamo. Las retenciones móviles tal cual existen hoy no sólo son cuestionables por su origen (resolución administrativa y manotazo del ejecutivo que eludió al congreso) sino también por su contenido irrefutablemente confiscatorio al imponer gravámenes superiores al 30 por ciento. Una ley que las ratificara debería ser cuestionada por inconstitucional (y, más allá del recurso jurídico, podría legítimamente merecer contestación por la vía de la protesta).
El 9 de junio el oficialismo intentó preservar sus retenciones móviles apelando especiosamente al argumento distribucionista. Ahora busca lo mismo recurriendo retóricamente a un debate legislativo que negó, obstruye y minimiza, mientras trata de disciplinar sus desordenadas fuerzas para recuperar la ofensiva. Las operaciones tácticas no zanjan los problemas de la realidad: los extienden, amplían y profundizan, porque postergan las soluciones, la remoción de los verdaderos obstáculos.
El envío del tema retenciones al Congreso, imaginado por el gobierno como maniobra elusiva, puede convertirse en la oportunidad para que el Legislativo vuelva a merecer el título de Poder y para que los congresistas recuperen el papel de representantes de sus electores y se quiten la triste cadena de la servidumbre al matrimonio presidencial.
Una modesta proposición
LA INSERVIBLE K
DEBE SER APARTADA
por Nuria Estévez y Jorge Raventos
Venimos con esta modesta proposición a sugerir la anulación de la K por su inutilidad manifiesta. Aunque para los argentinos la idea puede estar adornada con resonancias especiales, esta propuesta no debe ser considerada ni drástica ni discriminatoria ni se propone ningún golpe de timón en este campo: se basa en el análisis crudo de la realidad y en antecedentes ilustres de la tradición académica española e hispanoamericana.
Aunque somos concientes de que en materia de reformas ortográficas terminan teniendo más peso los usos y la práctica que las normas y las prescripciones, este escrito está destinado a proponer un cambio de esa naturaleza. Porque lo cierto es que las regulaciones a veces ejercen su influencia. Y son más eficientes cuanto más se aproximan a la verdad social.
Diecisiete años atrás, por ejemplo, la Unión Europea dispuso la virtual eliminación de la Ñ, apoyándose en la presunta practicidad de su ausencia en los teclados de las computadoras, postulada por algunos fabricantes. Se trataba de fabricantes de áreas lingüísticas no españolas, claro.
La regla tuvo una eficacia práctica limitada. La insólita resolución, además de ignorar que uno de los países miembros de la UE ostenta la letra Ñ en su propio nombre, estaba pésimamente fundamentada: ¿Qué cosa más práctica puede haber que usar un solo signo gráfico para simbolizar sonidos que a otros idiomas les requieren dos letras?
La Real Academia Española (junto a una legión de hispanoescribientes) puso el grito en el cielo y España debió acudir a un recoveco del Tratado de Maastritch y a una Ley de sus Cortes para salvar a la Ñ bajo el paraguas de una excepción de orden cultural.
Pese a su fragilidad argumental y a las sólidas objeciones recibidas, aquella norma tuvo consecuencias duraderas. En nuestro país, por caso, recién a partir de septiembre de este año de gracia de 2008 será admitido el registro de sitios de Internet que en su dominio usen la letra Ñ. Hasta ahora, la letra ha estado proscripta.
En este escrito venimos a fundamentar una reforma que creemos mucho más sustancial. No postulamos la proscripción de una letra, sino su total anulación. Nos referimos a la letra K y la causa que invocamos para proponer su remoción es su total inutilidad.
Somos concientes de que, al hacerlo, desafiamos nada menos que a uno de los padres de la ortografía castellano, don Gonzalo Correa y Duhalde, que en el siglo XVII propuso –a la inversa- la entronización de la K y la eliminación de la C y de la Q en su famoso Ortografía Kastellana Nueva i Perfetta (1630) que sostenía una reforma de la ortografía castellana basada en la fonética.
La ilusión de una ortografía simplificada recorre la historia de la lengua y en esa quimera han incurrido grandes hombres como nuestro Domingo Faustino Sarmiento, el venezolano Andrés Bello y, más recientemente, el colombiano Gabriel García Márquez. En rigor, el autor de Cien años de soledad sostuvo una postura mucho más radical que una reforma: alegó la necesidad, lisa y llana, de "sin más trámite, jubilar la ortografía". Lo hizo en Zacatecas, México, en 1992, como eje de su ponencia ante el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española.
Un siglo y medio antes, en 1843, Sarmiento presentó en Chile un proyecto de nueva ortografía que sugería eliminar la Y (reemplazable por la I latina), la C y la Z, allí donde éstas dos letras pudieran ser reemplazadas por la S: Se escribiría "caserola", con ese en el medio; o "situasión mui difísil"; o: "Estoi cansado de De Angeli i Bussi".
La reforma de Sarmiento aspiraba a simplificar la grafía, dado que en el idioma español un solo fonema puede escribirse con más de una letra: la Y o el signo dígrafo LL expresan en la Argentina un único fonema (en "yo" o en "lluvia" ); las letras G y J (y en México también x) expresan un mismo fonema en "Méjico, México, gema, jirafa o gente".
Lo mismo ocurre con las letras C, K y Q, que encarnan un idéntico fonema en "capitalismo, crisis, Cristina, campo, piquetes, Kirchner, corrupción, cárcel".
En búsqueda de simplificación y de economía de recursos, es obvio que hay que eliminar la K. Primero: tiene usos reducidos. No es indispensable adscribir a escuelas proteccionistas para admitir que, puestos a poner prioridades, preferiremos a una letra genuinamente nacional por sobre una que es importada.
Anular la C, como sugería el gran Sarmiento parece un despilfarro: ¿Por qué privarnos de una letra que cumple con eficacia dos funciones fonéticas (por ejemplo: en condena y en celda)? Es apreciablemente más sencillo y redituable, como ha sugerido la doctora D. Terrón, apartar la K, que se inscribe en un reducido grupo de palabras y en todos los casos puede ser sustituida por la Q. Más aún, una vez eliminada la inservible K, podría destinarse en exclusividad la Q (inclusive sin necesidad del incómodo acompañamiento auxiliar de la vocal U delante de la E y la I), para expresar en exclusividad el fonema correspondiente en palabras como "qien, qerido, qrimen, Qirchner, qilo o qerosene".
No se trata de jubilar la ortografía, entonces: ni calvo, ni tres pelucas. Alcanza con poner en su lugar a la árida, ineficaz, redundante, inútil K. Ni más ni menos.
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