La casa dividida
24. Si un reino está dividido contra sí
mismo, tal reino no puede permanecer.
25. Y si una casa está dividida contra sí
misma, tal casa no puede permanecer.
26. Y si Satanás se levanta contra sí mismo,
y se divide, no puede permanecer,
sino que ha llegado su fin.
Evangelios. San Marcos, 3
Ni Néstor Kirchner ni su mujer –cara y ceca del gobierno nacional- podrían pronunciar hoy con versomilitud aquella frase que Raúl Alfonsín hizo famosa: “la casa está en orden”, porque para el oficialismo en los últimos tiempos sólo hay desorden bajo los cielos. La inflación real se resiste con tenacidad a obedecer los úkases que Guillermo Moreno toma al dictado en Puerto Madero. Las encuestas también se han retobado y ya ni las de los investigadores propia tropa derraman los embelecos de otrora: no hay estudio que no reconozca que tanto la gestión del gobierno como la imagen de la señora de Kirchner han caído en picada y apenas 3 de 10 personas los juzgan positivamente. La guerra de zapa y las maniobras del kirchnerismo no consiguieron romper la unidad de las organizaciones del campo, que sostuvieron con energía y serenidad sus objetivos eludiendo provocaciones y celadas.
En cambio, es el frente interno del oficialismo el que ha empezado a exhibir las grietas y divisiones que hasta hace poco conseguía disimular con cierto éxito. Las insistentes desmentidas del alejamiento (voluntario o forzado) de Alberto Fernández, tanto como el origen interno del rumor y los inéditos cónclaves “de equipo” que la versión suscitó constituyeron en la última semana testimonios elocuentes de que el severo monolitismo que Néstor Kirchner quiere para su fuerza ha empezado a evaporarse.
En rigor, las facciones intestinas siempre estuvieron presentes y los topetazos entre ellas se hicieron más notorios a partir de la elección de la señora de Kirchner. Ya en noviembre de 2007, se apuntaba aquí que “el relato convencional establece que el jefe de gabinete es el adalid de lo que podría llamarse el continuismo prolijo mientras el responsable de la obra pública, Julio De Vido, sería el capo del continuismo salvaje. Al parecer, el primero de esos ejércitos, invocando los gustos y preferencias de la señora de Kirchner, habría insinuado la necesidad de que dejaran el gobierno algunas de las figuras más cuestionadas por la opinión pública: en primer lugar De Vido y enseguida algunos personajes que le responden, como el secretario de Comercio y manipulador del Indec, Guillermo Moreno, y el de Transportes, Ricardo Jaime. El otro sector, de su lado, sostendría que la victoria electoral ratificó el rumbo y los equilibrios impuestos por Néstor Kirchner y que toda concesión a la opinión pública –cuyos sector más emblemáticos, las clases medias de las grandes ciudades, votaron en contra del kirchnerismo- sería interpretada como una señal de debilidad”. Aunque jefe de todos, Néstor Kirchner probó enseguida que su propia postura estaba más cerca de la que se atribuía al continuismo salvaje (a cuyos exponentes suele definirse como “pingüinos puros”) que a la que parecían sostener cautelosamente “los prolijos”. Cualesquiera fueran sus gustos íntimos o sus casi imperceptibles señales de diferenciación, la línea de Cristina Kirchner quedó asimilada a la de su cónyuge. El prestigioso semanario The Economist señaló el hecho al comentar los retrocesos del gobierno y su “respuesta reveladoramente autoritaria” al paro del campo. Comparando las dificultades de la señora de Kirchner con las que atravesó la chilena Michelle Bachelet, The Economist acotó: “Por lo menos, la Sra. Bachelet está cometiendo sus propios errores. La sospecha en Buenos Aires es que Cristina está pagando el precio de la estúpida obstinación de su marido, aún si eso es algo que comparte".
La decisiva influencia de Néstor Kirchner en el gobierno de su mujer (donde no ocupa cargo oficial alguno) no sólo suena institucionalmente desafinada, para decirlo suavemente; le impone, además un costo político extra a la dama, pues ensombrece su rol ejecutivo y carga a su gobierno con los rasgos del bicefalismo, el paralelismo o el “doble comando”.
Cinco meses atrás, al iniciarse la actual administración , se señaló en esta columna que “esa suerte de bicefalismo suele generar problemas políticos o institucionales o de ambas categorías. Hasta en los regímenes de facto esa ambigüedad provoca cortocircuitos.” En el gobierno K los disparó muy pronto. Tan pronto, que a principios de 2008, el matrimonio presidencial discutió una división de tareas durante un extenso retiro en El Calafate. Ella quería que su esposo tomara distancia de los escenarios , que la dejara administrar sin interferencias, que le permitiera exhibir autoridad.
En cualquier caso, inmediatamente después de ese acuerdo la señora comenzó a esforzarse por conquistar el rol presidencial que recibió como herencia. El instrumento principal de ese operativo fue el jefe de gabinete. Alberto Fernández vio crecer la ya grande influencia que ostentó en el primer período K. y se transformó en lo que en la historia se conoció como un valido. “La monarquía española de los Austria, en el siglo XVII –se comentó aquí- introdujo en la mecánica del sistema político la figura del valido, personaje de confianza del soberano que asumía la conducción de los asuntos cotidianos, coordinaba los aparatos burocráticos y asumía múltiples funciones y prerrogativas (que naturalmente incrementaban su propio poder)”.
Claro está que quienes asumen ese papel atraen tempestades de envidia. “Los novelistas y poetas románticos –escribe el historiador español Fernando García Cortazar- recrearon el mundo cortesano como un mundo en que maquiavélicos ministros tejen complicadas redes de intriga y convierten a hombres o mujeres más débiles en agentes de sus grandes designios”. Fernández ha suscitado esas reacciones. Hombre de equilibrios y de habilidad negociadora, aunque se ha fortalecido como expresión de un cristinismo más imaginario que real, más potencial que efectivo, tuvo siempre la sensatez de no olvidar dos hechos incontrastables; el primero: que aunque Cristina ejerce la presidencia, es Kirchner quien retiene el manejo del dispositivo de poder que los sostiene a todos; el segundo: que él mismo –el jefe de gabinete- puede aparecer como cabeza de una facción sólo porque es funcionario de este gobierno, no porque sea emergente de una convergencia autónoma de fuerzas. Su poder relativo es sistémico: existe por complementación (y también por contraposición) con otras expresiones del mismo conglomerado, y hasta por oposición al propio jefe, pero no existe fuera de esa composición de fuerzas. En última instancia, el valido depende de la gracia y el sostén del valedor y – palabra del historiador español- «las grandes confianzas entre el regio señor y el favorito tienen grandes caídas».
Colocado en la situación de gerente general del proyecto oficialista, Fernández tuvo que afrontar las tensiones de un modelo que considerado escorado principalmente por motivos políticos: terquedad en el desconocimiento de la realidad de la inflación; anemia en materia de inversión privada; aislamiento; torpeza y rigidez en el manejo de las relaciones con la prensa y la oposición; crecientes dificultades en el plano fiscal, clausura de fuentes de financiamiento externo. La búsqueda de remedios para encarar esos males lo fue llevando al jefe de gabinete a crecientes roces con Néstor Kirchner y con exponentes destacados de la facción favorita de su jefe. Con todo, las tensiones se incrementaron por un mal paso propio y de uno de sus protegidos: Martín Lousteau. Los dos quisieron probarle a Kirchner que no eran “blandos” y que tenían una solución enérgica para los problemas fiscales. Así se lanzaron a la aventura de las retenciones móviles y dispararon la movilización del campo. “No imaginé que esa medida causara las reacciones que causó”, confesaría más tarde Fernández.
En cualquier caso, aunque un error suyo y de Lousteau promovió la mayor crisis política que ha debido enfrentar el oficialismo, Fernández se convirtió en los últimos días en un interlocutor apreciado de las organizaciones rurales y un personaje evaluado positivamente por los medios. Todos ellos apreciaron en el jefe de gabinete la intención de buscar una salida negociada al conflicto rural y, aunque nadie se engaña en cuanto a la fidelidad de Fernández a Kirchner, distinguieron las diferencias tácticas entre él y el jefe del kichnerismo: el ex presidente no admite otra salida al conflicto que la derrota inapelable del campo, al que quiere “acorralar”. Para ganar tiempo ante el acoso de Kirchner, Fernández debió encarecer en privado a los dirigentes rurales que pasaran por alto el fin de la tregua del 2 de abril, que ampliaran los plazos para poder negociar los temas más urticantes. Kirchner le había prohibido al jefe de gabinete negociar las retenciones móviles o aparecer públicamente haciendo concesiones bajo la presión temporal del fin de la tregua campesina.
Los dirigentes rurales –en un notable esfuerzo por evitar un agravamiento del conflicto, y a costa de soportar críticas de las innumerables asambleas de productores en las que campea un ánimo de lucha- le dieron crédito a Fernández. Pidieron (y obtuvieron una promesa verbal) llegar a la próxima mesa de negociación (el martes 7 de mayo) con el cumplimiento previo de los compromisos oficiales sobre trigo y apertura de las exportaciones ganaderas y con la palabra de que ese día se discutirán las retenciones.
El jefe de gabinete sabe que le costará sostener la palabra empeñada. De hecho, la apertura de las exportaciones de carne, que debía entrar en vigencia ya quedó incumplida. Néstor Kirchner rechazó todos los papeles que le trasladó referidos a cambios en el sistema de retenciones impuesto el 11 de marzo. Las porciones de confianza que en estos momentos le han otorgado al jefe de gabinete el ruralismo y los medios parecen ser un motivo extra de sospecha en la pulseada interna. Kirchner no ignora que esa confianza hacia Fernández es una medida del escepticismo que guardan hacia él.
El hermético estilo de un oficialismo que resuelve todo (desde la guerra con el sector más competitivo de la economía argentina hasta el contrato por el llamado tren bala) entre dos, tres o cuatro personas, reserva para el pequeño cónclave de Calafate de este fin de semana decisiones que determinarán la evolución de la crisis.
Las asambleas rurales han decidido flanquear las rutas; en algunos casos (por ahora, no tantos) han resuelto inclusive cortarlas. El campo llegará al martes 7 preparado para la paz o para seguir la lucha.
Más atrás, aguardan los desafíos de la inflación, la creciente pobreza, la falta de financiamiento y de inversión, el aislamiento internacional.
El oficialismo (con su jefe de gabinete caviloso, el matrimonio tenso, muchos gobernadores preocupados, varios ministros expectantes) debe tomar decisiones con su propia casa dividida.
Publicado en La Capital de Mar del Plata (030508)
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