Los indecisos empatan con la Señora de Kirchner
Los estudios demoscópicos sobre la elección presidencial difundidos a fines de septiembre registraban un importante número de indecisos, ciudadanos que no han definido aún su voto o que deciden no confesárselo a los encuestadores. En aquella ocasión –una quincena atrás- se hablaba de alrededor de un 23 por ciento. El 12 de octubre un prestigioso analista confesaba a esta columna que el número actual de indecisos no se ha reducido, sino todo lo contrario: “Ahora representan un 32 por ciento. Y el doble entre los jóvenes que votan por primera vez”.
Comprometido por un contrato de exclusividad, el experto evitó introducirse en otras cifras, aunque admitió que el incremento de los indecisos se refleja en el retroceso de las marcas previas de algunos candidatos, principalmente la postulante oficialista, Cristina Kirchner. “Los indecisos casi empatan con la candidata del gobierno”.
Es quizás esa información la que impulsa la nerviosa conducta del gobierno y su frenética pulsión repartidora, tendiente a ofrecer beneficios económicos preelectorales a Troche y Moche. Pese a que el oficialismo difunde la idea de que la elección ya está decidida y sugiere que la primera dama tiene una ventaja que le garantiza la victoria en primera vuelta, su nervioso comportamiento contradice esas seguridades.
Por cierto, si uno de cada tres votantes no tiene aún definida su preferencia, sólo un rapto de arrogancia o alguna presunta astucia propagandística podría sostener que la elección está ya decidida.
Hablar desde hipotéticas alturas y amplísimas (aunque conjeturales) ventajas le sirve al oficialismo como coartada. La señora de Kirchner no responde a entrevistas de la prensa ni discute por TV con sus competidores. Su dudoso lema es: “el que va ganando no debate”. Pocos políticos comparten esa consigna en el mundo occidental, si es que alguno lo hace. El compañero de fórmula de la candidata de la Casa Rosada –el radical K y gobernador de Mendoza Julio Cleto Cobos- había prometido participar en un debate de candidatos a vicepresidente, pero fue conminado por la Señora a faltar a su palabra. Lógico: si Cobos debatía, las ausencias de la esposa de Kirchner se hubieran revelado sin apelación alguna como una fuga defensiva, antes que como la soberbia actitud de un triunfador que devalúa a sus adversarios. Cobos demostró gran velocidad para responder a las consignas de su poderosa cabeza de binomio, lo cual lo dibuja con nitidez ante el electorado.
La Señora, entretanto, si quiere reanimar al electorado perplejo que parece estar retrocediendo hacia la indefinición, haría bien en describir con claridad sus propias ideas sobre temas centrales. La primera dama, más allá de discursos generales, no ofrece claridad sobre su programa. Ha dejado de lado las primeras ideas sobre “cambio” y parece inclinarse por la idea de continuismo.
Por ejemplo, el programa económico que alcanza a deducirse de sus escasas, imprecisas definiciones públicas es la reincidencia en el llamado “modelo productivo”, instaurado a partir de la devaluación de principios de 2002. Ese modelo ha consistido en el castigo al trabajo y a los sectores competitivos, la concentración de tributos y atribuciones en el Estado Nacional en detrimento de provincias y municipios (con la correlativa dependencia de estos de los aportes discrecionales de la caja central) y el subsidio a los sectores de productividad más rezagada.
A través de ese “modelo” el gobierno nacional ha dispuesto de recursos por miles de millones de dólares con los que ha beneficiado a empresarios privados (como los del transporte y la construcción o productores de espectáculos) y ha financiado obra pública sospechosamente sobrevaluada (según el gobernador de San Luis, en afirmación reiterada y nunca desmentida, la Nación paga varias veces más que su provincia por cada kilómetro de autopista; Roberto Lavagna fue cesanteado por Néstor Kirchner en el momento en que denunció en público las sobrevaluaciones).
Más allá de la intrínseca inequidad de ese llamado “modelo”, y de las ventanas de oportunidad de corrupción que abre (las preveía el viejo refrán sobre “el que parte y reparte…”), la pregunta que conviene hacerse es si será posible sostener una política fiscal dispendiosa en las condiciones en que asumirá el próximo gobierno, y cuando ya resultan inocultables sus consecuencias inflacionarias y hostiles a la inversión.
La posibilidad de succionar recursos a los sectores exportadores competitivos a través de las retenciones, que en el origen fue justificada por los elevados beneficios cambiarios emanados de la devaluación (política de dólar alto sostenida luego artificialmente desde el Banco Central), se va diluyendo cuando la inflación que el gobierno no sólo es impotente para contener, sino que alimenta con sus decisiones, erosiona decisivamente aquella diferencia cambiaria.
Por otra parte, el recurso favorito de este gobierno, el subsidio, tiene el efecto de distorsionar los precios relativos y la asignación de los recursos, promoviendo actividades escasamente sustentables, atrayendo a ellas las inversiones y ahuyentándolos de las competitivas.
Cuando el beneficiado es el consumo –un mecanismo que el gobierno ha empleado siempre, y muy especialmente en estas vísperas electorales- el resultado es un estímulo a la demanda y un agravamiento de la escasez: véase el caso de la energía.
Subsidios y regulación bajo la sombrilla de un “pacto social” a la Gelbard parecen instrumentos escasos y maltrechos para encarar la turbulenta etapa que se abre tras cuatro años de Kirchner. Ni las empresas, ni los inversores ni los sindicatos, ni los trabajadores parecen excesivamente dispuestos a dejarse contener en ese molde.
Mientras se acerca la cita con el cuarto oscuro vale la pena pensar en estos asuntos, una vía parallegar a las urnas con más decisión que indecisión.
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