Ofensiva del chavismo mediático
El siguiente artículo, escrito por Andrés Gauffin, fue publicado por la interesantísima página salteña www.iruya.com el domingo 7 de octubre de 2007.
Las carreras de Comunicaciones Sociales de la Argentina ya no deberían preparar periodistas que investiguen e informen sobre el poder político, sino comunicadores cuya principal objetivo sería hacerles una guerra a los medios de comunicación. Deberían formar profesionales a los que no interese criticar al gobierno cuando miente con los índices de inflación, sino escarchar a cualquier medio que se le ocurra dudar de las “perfectas” cifras del Indek.
Durante los tres días de la Bienal de Comunicaciones realizada en Córdoba hasta el 28 de septiembre pasado, decenas de conferencistas, panelistas, profesores y estudiantes reflexionaron sobre “Movimientos sociales y medios en la consolidación de las democracias” – esa era su temática- en un clima de ideas casi unánime que expresó espectacularmente José Ignacio Ramonet en su conferencia de cierre.
En el pabellón Argentina de la Universidad Nacional de Córdoba y aclamado por centenares de estudiantes, profesores y comunicadores, el autor de “La tiranía de la comunicación” concluyó el Congreso con su conocida propuesta de creación de observatorios de medios, una forma de contrarrestar ya no el “cuarto poder”, tal cual se describió alguna vez a la prensa, sino el “segundo poder”, tal como Ramonet prefiere caracterizar a los medios.
Si el objetivo de la VI Bienal Iberoamericana de Comunicación era reflexionar sobre el ambiguo tema de los “movimientos sociales y medios en la consolidación de las democracias”, la mayoría de los participantes –Ramonet incluido- llegaron a Córdoba con la conclusión de que los medios no sólo son el principal obstáculo para la consolidación de las democracias en América latina, sino que ejercen una verdadera tiranía sobre los habitantes de esta parte del hemisferio sur.
De allí el llamado explícito de Ramonet para librarles una guerra, en una conferencia en que no ahorró términos bélicos para hacerlo.
Si en su momento la Iglesia Católica había funcionado como soporte ideológico de la conquista de América, reflexionó allí el director de Le Monde Diplomatique, ahora los medios hacen de aparato ideológico de la globalización financiera: la prueba, aseguró, está en las guerras que libran los medios contra las democracias de Venezuela, Bolivia y Ecuador.
Así, la Bienal cordobesa empalmó de lleno con el mensaje que había dado Hugo Chávez en Uruguay, cuando en los medios argentinos aparecían las noticias del ingreso del venezolano Antonini Wilson –vinculado a PDVSA- con una valija repleta de dólares. “El principal problema de América latina son los medios” dijo entonces el comandante, mientras se negaba a dar alguna respuesta a la pregunta de los periodistas.
Mundo paradójico, en la universidad cordobesa se demonizó a los medios –de un modo monocorde, rutinario y ritual- en estrados prolijamente adornados por carteles que anunciaban la esponzorización del Congreso por radio Mitre, de Córdoba, y por Telecom, con su conocido logo que anuncia la aurora de la globalización. Y en entrevistas que se difundían en un diario de la Bienal editado “gracias al aporte de La Voz del Interior”.
Dada la ausencia de una mínima definición del término “medio”, en un Congreso que paradójicamente se había propuesto reflexionar sobre esa realidad, en su crítica generalizada cayeron desde la CNN hasta una radio de pueblo, pasando obviamente por el diario cordobés o la multinacional francesa, o un ignoto sitio de información.
Era lógico entonces que, en simultáneo planearan durante Bienal imágenes implícitas y explícitas de la figura del periodista, la más fuerte tal vez aquella que –en base a la comparación con la conquista de América- le convirtió en una especie de agente ideológico de la globalización, un neo sacerdote que abre paso a la dominación ya no de la España Imperial, sino del poder financiero internacional sobre América latina.
Tal vez haya sido esa la razón de fondo por la que ni el autor de “24 horas con Fidel” ni los organizadores del Congreso hayan mencionado una vez a los periodistas encarcelados en Cuba por querer expresar públicamente sus opiniones. Se trataría, usando la terminología de la filósofa Isabel Rauber –docente de la Universidad de La Habana que también formó parte de un panel-, sólo de agentes de la dominación cultural que facilitan la dominación económica.
Por el contrario, se incluyó entre los panelistas a Pedro de la Hoz, periodista de Granma, quien se quejó de que los medios impongan la agenda de noticias, aunque obviamente no opinó que sea el caso del órgano oficial del Partido Comunista cubano.
De todos modos, los organizadores incluyeron a un periodista de la vieja usanza entre los panelistas. El cordobés Jorge Martínez tomó la vieja actitud periodística de criticar el poder político y de requerirle información. “Ningún funcionario da conferencias de prensa”, dijo y casi de inmediato fue corregido por Mario Wainfeld. Lo grave, dijo el periodista de Página 12, no es que un presidente como Kirchner no de conferencias de prensa, sino que les haya renovado las licencias de los canales de televisión.
Volvían así a ponerse las cosas en su lugar: el Congreso no se había hecho para formar e incentivar a los periodistas a criticar el poder político, sino para animar a futuros comunicadores a demonizar a los medios.
De esta manera, la reconversión del periodista propuesta en la Bienal cordobesa estaría ejemplificada en la parábola hecha por el colega de Wainfeld, Horacio Verbitsky: de periodista que investigaba lo que hacía el poder político en la década del 90, a un denunciador, del 2003 en adelante, de las “operaciones de los medios” cada vez que estos coinciden a criticar algún aspecto de la gestión del gobierno.
Un buen comunicador, de acuerdo al manual de la Bienal, no debería por ejemplo siquiera pensar porqué si el kilo de tomate llegó a los 12 pesos y el de la papa a ya 4, el Indek dice que la inflación mensual es menor al 1%. Por el contrario, debería dedicarse a criticar a los medios que tienen la pretensión de poner en duda los índices oficiales porque en realidad estarían sólo oficiando como agentes encubiertos del poder financiero internacional.
Tal la extraña lucidez que han visto los comunicadores de la Universidad cordobesa en Ramonet, al que otorgaron el título de doctor honoris causa.
Si el Congreso se había abierto con un llamado de Eric Calcagno a revalorizar la política, con el correr de las horas de la Bienal parecía quedar en claro que los comunicadores no debían ya siquiera mirar el poder político. Si el embajador de Francia denunciaba los totems y los tabúes de los 90, enseguida la Bienal hacía converger en una palabra que nunca definió –medios- todos los males de América latina.
Total y desembozadamente armónico con los intereses del gobierno de Chávez, el paradigma de Ramonet no tiende tanto a levantar un contrapoder contra la globalización, como concentrar aún más el poder político del presidente venezolano, descalificando cualquier medio –no sólo televisivo, sino también radial, escrito, digital- que tenga la osadía de hacer crítica desde una posición autónoma del poder oficial.
Siguiendo sus visiones –tanto más atrayentes cuanto más simplistas- en Salta los comunicadores deberían poner en la misma bolsa a El Tribuno, Canal 11, FM Noticias, Saltalibre.net e Iruya.com. y criticarlos como si fueran agentes de la globalización, pero de ninguna manera dedicarse a investigar y a criticar lo que hace el poder público. Gustoso, el gobernador Juan Carlos Romero o su sucesor nombrarían a Ramonet secretario de Prensa de la Provincia y hasta le otorgarían un premio.
En la misma línea de la Bienal que parecía haber sido puesta por el propio Chávez, el debate sobre medios y derechos humanos pareció convertir a los miles de secuestrados, torturados y asesinados de la dictadura, más en víctimas de los medios de comunicación de entonces que de un Estado terrorista que sometió también al periodismo.
Matices de la memoria, subrayar que los miles de desaparecidos fueron víctimas de un Estado terrorista no hubiera sido del todo cómodo para unos panelistas y conferencistas que –como el mismo Ramonet- utilizaron la Bienal para llamar al Estado –presentado eso sí como benévolo por sí mismo- a regular la actividad periodística.
Dispuestos a mirar el pasado con el exclusivo propósito de justificar proyectos políticos del presente bolivariano, cualquier participante del Congreso pudo concluir que si la libertad de expresión fue conculcada en los 70, fue por culpa de los medios y no de un Estado que se había apropiado de todos los poderes.
Con este pasado “ad-hoc” de trasfondo, Wainfeld pudo convocar a un papel más activo del Estado en la regulación de los medios sin precisar demasiado qué alcance podía tener su propuesta. Norma Morandini tal vez fue más explícita. En el mismo panel en que Aram Aharonián –director del canal Telesur creado por Chávez- justificaba la no renovación de la licencia de RCTVE, la periodista cordobesa dijo que los “medios son una concesión del Estado”. ¿Estaría diciendo que un diario, por ejemplo, o un sitio de información en la red también son concesiones del Estado? ¿Y que antes de opinar uno tendría que obtener un permiso de algún funcionario nacional?
Por supuesto que Wainfeld, Morandini, Aharonián, o el mismo Ramonet, piensan que sólo un Estado democrático puede regular la actividad de los medios, pero evitan tratar con un mínimo de espíritu crítico el poder estatal que están justificando o convocando. Hipercrítico con los medios e inocentemente crédulos con presidentes como Chávez: este fue el paradigma consagrado como una apoteosis, en el pabellón de la universdad cordobesa.
Lejos, muy lejos, quedó el pensamiento de un pensador como Alexis de Tocqueville que advertía, en el siglo XIX, que si se quiere respetar la soberanía del pueblo es necesario reconocerle la capacidad de escoger entre diferentes opiniones, por lo que el voto universal y la libertad de prensa son enteramente correlativas.
Y que advertía que los estados democráticos podían llevar a los hombres hacia la independencia o hacia la esclavitud. En esta última caso, a través de un camino largo y secreto, por el que se eleva un poder inmenso y tutelar, “absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno” que trabaja en la felicidad de los ciudadanos, pero que pretende ser el único agente y árbitro de ella. Que provee a su seguridad y a sus necesidades y “se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir”.
Contra esa construcción silenciosa pero avasalladora de la omnipotencia de un poder, Tocqueville no veía institución más adecuada que la prensa libre.
“Para garantizar la independencia personal de los hombres, no confío en las grandes asambleas políticas, en las prerrogativas parlamentarias, ni en que se proclame la soberanía del pueblo. Todas estas cosas se concilian hasta cierto punto con la servidumbre individual, mas esta esclavitud no puede ser completa, si la prensa es libre. La prensa es, por excelencia, el instrumento democrático de la libertad”.
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