La agenda de los valores
Estamos ante tiempos de cambio y ante un cambio de época. Hay que identificar las señales principales: en el plano técnico-económico, la revolución de la información y la biotecnología y la globalización financiera y productiva; en el plano de la cultura y los valores, la crisis de los llamados “Grandes Relatos” que acompañaron al capitalismo (y a su figura-sombra: el socialismo en distintas variantes).
La nueva época abre la perspectiva fáctica de una sociedad universal y estimula simultáneamente movimientos de unidad y asociatividad, movimientos de especificidad e identidad y una búsqueda general de sentido que vincule los planos inmanente y trascendente de la era nueva.
La Historia no es el reino de la homogeneidad y la armonía. En cada era, persisten residuos de las anteriores. Y en esta larga, inconclusa, transición epocal que vivimos encontramos restos activos de la etapa anterior que, aunque disgregados en su conexión interna, mantienen fuerza y vigencia práctica en la realidad.
Desde los primeros capítulos de la expansión capitalista –y en más de un sentido antes de su gran desarrollo material-, la visión que lo acompañó fue la idea del “Progreso”, un relato temporal que interpretaba la historia como una acumulación de pasos adelante que iba afirmando el primado de la “Razón”. Una acumulación en la que cada paso encarnaba una superación del anterior y en la que lo “Nuevo” era, por definición, mejor que lo “Viejo”. Las tradiciones y los valores heredados constituían obstáculos que demoraban el “Progreso” y que debían ser dominados por la fuerza o, por la fuerza, erradicados. La “Ciencia” se convertía en nueva religión y los milagros ya no estaban reservados a la Providencia, sino a la técnica, que los proveía a menudo.
Si el “Progreso” encarnaba la dimensión temporal de esa línea ascendente, había una dimensión “espacial”, la “Civilización”: con uno y otra como emblema, se encararon las grandes aventuras colonialistas. Había que incorporar nuevos espacios a la “Civilización” y acelerar los tiempos del “Progreso” en los territorios atemporales de la “Superstición” y las “tradiciones arcaicas”.
Reflexionemos sobre esta palabra, que el pensamiento clásico no había juzgado mal. Su raíz griega “arké” es la misma de la palabra que alude al gobierno: monarquía, oligarquía. El gobierno estaba vinculado a la idea de lo pre-existente, de las tradiciones. El “progresismo”, en cambio, apostaba a lo siempre flamante; despreciaba al pasado, soñaba con el futuro.
Pero el siglo XX iba a conmover el “Relato del Progreso” como movimiento necesario de la historia. Esa visión ingenuamente optimista que aún puede leerse, ¡nada menos!, en el frontispicio del local de la Unión Ferroviaria, en la Avenida Independencia, que reza: “Lento o impetuoso, el Progreso histórico prevalece”.
Los grandes experimentos totalitarios del siglo XX, las grandes guerras, la amenaza atómica, primero, y más tarde la derrota de la Unión Soviética en la guerra fría, la caída del muro de Berlín, la autoliquidación de la URSS, acribillaron las convicciones iluministas en el progreso como movimiento necesario de la Historia y detonaron la crisis en la última reserva ideológica de ese pensamiento: el marxismo-leninismo.
Aunque conmovido en sus cimientos, el “progresismo”, en sus diversas variantes, tendió a reagruparse conservadoramente alrededor de una suerte de “bricollage” de recetas, cuyos elementos básicos se encuentran en una concepción secularizada del mundo y en un afán normativo que tiende a juridizar derechos disímiles, definidos todos como “derechos humanos”, en un listado sin fin, en el que muchos de ellos son contradictorios con otros y que conviven en el caldo de un relativismo, para el cual, al fin de cuentas, no hay una jerarquía objetiva de valores. Lo que antes se presentaba como un movimiento propio de la realidad, ahora debe ser impuesto a esta como una acción normativa deliberada apoyada en un código de pensamiento, el “pensamiento políticamente correcto”.
Se trata, ahora, de un moralismo sin valores, sin tradición viva, sin identidad. Las identidades no se despliegan ni se desarrollan: se construyen, en un movimiento paralelo de adecuación a la decadencia y de elevación de la decadencia a principio fundante, en nombre de una libertad concebida como exaltación absoluta del “Yo”, y de la comunidad concebida como una yuxtaposición de átomos, una especie de ONU de individualidades y valores, una Babel indiferente, en la que el sentido no está extraviado, sino que ha desaparecido ante una pretendida neutralidad valorativa para la que, como diría el filósofo Minguito, todo “se gual”.
Aquella original fe en el progreso tenía vigor, así se apoyara ingenuamente en el mito del mundo liberado del futuro, en el cual todo sería diferente y bueno.
El progresismo actual ha perdido el vigor y la fe. El universalismo de aquel pensamiento progresista es ahora, en el mejor de los casos, mero cosmopolitismo. El determinismo histórico y natural se transmuta ahora en la producción de reglas abstractas.
La legitimidad, en pura y desnuda pretensión de legalidad. Incapacitado ya para ofrecer sentido a la realidad, el iluminismo “progresista” desilusionado vacila en el territorio de lo efímero, se balancea entre el moralismo regulatorio intrascendente y la opinión pública.
El moralismo, se sabe, es enemigo de la política y, si bien se mira, amigo y padre de los despotismos. La política se mueve en un horizonte de valores, de trascendencia, pero no cubre ni puede cubrir todo ese espacio. A César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Porque la política es un oficio específico, con virtudes específicas, que tienen como objetivo lograr la mayor libertad, el mayor bienestar, la mayor potencia posibles de una comunidad. Debe contribuir a que esa comunidad pueda afrontar los desafíos que le presenta la realidad. Y debe hacerlo en el marco de la necesidad.
La tensión entre necesidad y valores es la que potencia el libre albedrío y, con él, la disposición artística de los conductores políticos. La comprensión de las determinaciones históricas es un prerrequisito de la decisión, pero se diferencia de la decisión. Como decía Poincaré, un juicio en el indicativo no determina una conclusión en el imperativo.
O, como ha alertado el cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI, hay diferencias entre lo que estamos en condiciones de hacer y lo que hay que hacer. “Hoy se piensa que, si se puede hacer algo, entonces se debe hacer. En este caso, la libertad se hace absoluta y deja de tener criterios morales”.
El “progresismo” decepcionado, como la conciencia desdichada, tropieza con la abstracción de su moralismo regulatorio y busca entonces la realidad fugaz en los talantes de la opinión pública. Consulta el oráculo de las encuestas. Adquiere el ritmo neurótico de los medios, pregunta a la actualidad instantánea y no se deja interrogar por la realidad. Pierde la mirada larga de las tendencias centrales.
En rigor, se vuelve reaccionario, porque rechaza los movimientos profundos de la época: la búsqueda de valores que den sentido a las grandes transformaciones que, activa o pasivamente, protagonizamos y que contribuyan a conducir lo inevitable; el desarrollo de las fuerzas productivas impulsadas por el amplio despliegue de la revolución científica y tecnológica.
Las ideologías de la época que entra en su crepúsculo no están en condiciones de asumir los desafíos de la que está naciendo: afirmación simultánea de lo propio y de lo asociativo, de lo particular y lo universal. La necesidad de trascendencia y el anclaje en la identidad histórico-cultural.
Si estos son los desafíos, las soluciones están, sin embargo, ante nuestros ojos. La última elección norteamericana y la investidura papal del cardenal Ratzinger son signos elocuentes. Sucede, como decía Marx, que la Humanidad solo se plantea las preguntas que está en condiciones de responder.
* Resumen de la exposición de JR en la charla que, junto con Jorge Castro y Pascual Albanese ofrecieron en agosto de 2005, sobre el tema del título, en el ciclo mensual de Segundo Centenario, en la UCES.
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